viernes, abril 14, 2006

Lectura de la biblia Viernes Santo

Lecturas del 14/04/2006
SEMANA 6 DE CUARESMA
Viernes Santo - Pasión del Señor
Color Rojo


Primera lectura Is. 52, 13 -- 53, 12:
Ahora llega para mi servidor la hora del éxito;
será exaltado, y puesto en lo más alto.
Así como muchos quedaron espantados al verlo,
pues estaba tan desfigurado,
que ya no parecía un ser humano
así también todas las naciones se asombrarán,
y los reyes quedarán sin palabras al ver lo sucedido,
pues verán lo que no se les había contado
y descubrirán cosas que nunca se habían oído.
¿Quién podrá creer la noticia que recibimos?
Y la obra mayor de Yavé, ¿a quién se la reveló?
Este ha crecido ante Dios como un retoño,
como raíz en tierra seca.
No tenía brillo ni belleza para que nos fijáramos en él,
y su apariencia no era como para cautivarnos.
Despreciado por los hombres y marginado,
hombre de dolores y familiarizado con el sufrimiento,
semejante a aquellos a los que se les vuelve la cara,
no contaba para nada y no hemos hecho caso de él.
Sin embargo, eran nuestras dolencias las que él llevaba,
eran nuestros dolores los que le pesaban.
Nosotros lo creíamos azotado por Dios, castigado y humillado,
y eran nuestras faltas por las que era destruido
nuestros pecados, por los que era aplastado.
El soportó el castigo que nos trae la paz
y por sus llagas hemos sido sanados.
Todos andábamos como ovejas errantes,
cada cual seguía su propio camino,
y Yavé descargó sobre él la culpa de todos nosotros.
Fue maltratado y él se humilló y no dijo nada,
fue llevado cual cordero al matadero,
como una oveja que permanece muda cuando la esquilan.
Fue detenido, enjuiciado y eliminado
¿y quién ha pensado en su suerte?
Pues ha sido arrancado del mundo de los vivos
y herido de muerte por los crímenes de su pueblo.
Fue sepultado junto a los malhechores
y su tumba quedó junto a los ricos,
a pesar de que nunca cometió una violencia
ni nunca salió una mentira de su boca.
Quiso Yavé destrozarlo con padecimientos,
y él ofreció su vida como sacrificio por el pecado.
Por esto verá a sus descendientes y tendrá larga vida,
y el proyecto de Dios prosperará en sus manos.
Después de las amarguras que haya padecido su alma,
gozará del pleno conocimiento.
El Justo, mi servidor, hará una multitud de justos,
después de cargar con sus deudas.
Por eso le daré en herencia muchedumbres
y lo contaré entre los grandes,
porque se ha negado a sí mismo hasta la muerte
y ha sido contado entre los pecadores,
cuando llevaba sobre sí los pecados de muchos
e intercedía por los pecadores.


Salmo Sal. 30, 2-25:
 A ti, Señor, me acojo,
 no quede yo nunca defraudado:
 ¡tú que eres justo, ponme a salvo!
 Inclina tu oído hacia mí,
 date prisa en librarme.
 Sé para mí una roca de refugio,
 el recinto amurallado que me salve.
 Porque tú eres mi roca y mi fortaleza;
 por tu nombre me guías y diriges.
 Sácame de la red que me han tendido,
 porque eres tú mi refugio.
 En tus manos encomiendo mi espíritu,
 y tú, Señor, Dios fiel, me librarás.
 Aborreces a los que adoran ídolos vanos,
 pero yo confío en el Señor.
 Gozaré y me alegraré de tu bondad
 porque has mirado mi aflicción
 y comprendido la angustia de mi alma;
 no me dejaste en manos del enemigo,
 me has hecho caminar a campo abierto.
 Ten piedad de mí, Señor, pues estoy angustiado;
 mis ojos languidecen de tristeza.
 Mi vida se consume en la aflicción
 y mis años entre gemidos;
 mi fuerza desfallece entre tanto dolor
 y mis huesos se deshacen.
 Mi enemigo se alegra,
 mis vecinos se horrorizan,
 y se espantan de mí mis conocidos:
 si me ven en la calle, se alejan de mí.
 Se olvidaron de mí, como de un muerto,
 soy como un objeto inservible.
 Oigo los cuchicheos de la gente,
 y se asoma el terror por todas partes.
 Se unieron todos en mi contra,
 tramaron arrebatarme la vida.
 Pero yo, Señor, confío en ti,
 yo dije: Tú eres mi Dios.
 Mi porvenir está en tus manos, líbrame
 de los enemigos que me persiguen.
 Que sobre tu servidor brille tu rostro,
 sálvame por tu amor.
 A ti clamé, Señor, no sea confundido;
 confundidos sean los impíos,
 lánzalos a la mansión del silencio.
 Enmudece los labios embusteros,
 que hablan insolencias contra el justo
 con orgullo y desprecio.
 Qué bondad tan grande, Señor,
 es la que reservas para los que te temen.
 Se la brindas a los que en ti esperan,
 a la vista de los hijos de los hombres.
 En secreto, junto a ti los escondes,
 lejos de las intrigas de los hombres;
 los mantienes ocultos en tu carpa,
 y los guardas de las querellas.
 Bendito sea el Señor,
 su gracia hizo maravillas para mí:
 Mi corazón es como una ciudad fuerte.
 Yo decía en mi desconcierto:
 "Me ha arrojado de su presencia".
 Pero tú oías la voz de mi plegaria
 cuando clamaba a ti.
 Amen al Señor todos sus fieles,
 pues él guarda a los que le son leales,
 pero les devolverá el doble a los soberbios.
 Fortalezcan su corazón, sean valientes,
 todos los que esperan en el Señor.


Segunda lectura Heb. 4, 14-15; 5, 7-9:
Tenemos, pues, un Sumo Sacerdote excepcional, que ha entrado en el mismo
cielo, Jesús, el Hijo de Dios. Esto es suficiente para que nos mantengamos
firmes en la fe que profesamos. Nuestro sumo sacerdote no se queda
indiferente ante nuestras debilidades, pues ha sido probado en todo igual
que nosotros, a excepción del pecado. En los días de su vida mortal,
presentó ruegos y súplicas a aquel que podía salvarlo de la muerte; este
fue su sacrificio, con grandes clamores y lágrimas, y fue escuchado por su
religiosa sumisión. Aunque era Hijo, aprendió en su pasión lo que es
obedecer. Y ahora, llegado a su perfección, es fuente de salvación eterna
para todos los que le obedecen,

Evangelio Jn. 18, 1 -- 19, 42:
Cuando terminó de hablar, Jesús pasó con sus discípulos al otro lado del
torrente Cedrón. Había allí un huerto, y Jesús entró en él con sus
discípulos.
Judas, el que lo entregaba, conocía también ese lugar, pues Jesús se había
reunido allí muchas veces con sus discípulos. Judas hizo de guía a los
soldados romanos y a los guardias enviados por los jefes de los sacerdotes
y los fariseos, que llegaron allí con linternas, antorchas y armas.
Jesús, que sabía todo lo que le iba a suceder, se adelantó y les dijo: «¿A
quién buscan?» Contestaron: «A Jesús el Nazoreo.» Jesús dijo: «Yo soy.» Y
Judas, que lo entregaba, estaba allí con ellos.
Cuando Jesús les dijo: «Yo soy», retrocedieron y cayeron al suelo. Les
preguntó de nuevo: «¿A quién buscan?» Dijeron: «A Jesús el Nazoreo.» Jesús
les respondió: «Ya les he dicho que soy yo. Si me buscan a mí, dejen que
éstos se vayan.» Así se cumplía lo que Jesús había dicho: «No he perdido a
ninguno de los que tú me diste.»
Simón Pedro tenía una espada, la sacó e hirió a Malco, siervo del sumo
sacerdote, cortándole la oreja derecha. Jesús dijo a Pedro: «Coloca la
espada en su lugar. ¿Acaso no voy a beber la copa que el Padre me ha dado?»
Entonces los soldados, con el comandante y los guardias de los judíos,
prendieron a Jesús, lo ataron y lo llevaron primero a casa de Anás. Este
Anás era suegro de Caifás, sumo sacerdote aquel año. Caifás era el que
había dicho a los judíos: «Es mejor que muera un solo hombre por el
pueblo.»
Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Como este otro discípulo era
conocido del sumo sacerdote, pudo entrar con Jesús en el patio de la casa
del sumo sacerdote, mientras que Pedro se quedó fuera, junto a la puerta.
Entonces salió el otro discípulo, el conocido del sumo sacerdote, y habló
con la portera, que dejó entrar a Pedro. La muchacha que atendía la puerta
dijo a Pedro: «¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre.» Pedro
le respondió: «No lo soy».
Los sirvientes y los guardias tenían unas brasas encendidas y se
calentaban, pues hacía frío. También Pedro estaba con ellos y se calentaba.
El sumo sacerdote interrogó a Jesús sobre sus discípulos y su enseñanza.
Jesús le contestó: «Yo he hablado abiertamente al mundo. He enseñado
constantemente en los lugares donde los judíos se reúnen, tanto en las
sinagogas como en el Templo, y no he enseñado nada en secreto. ¿Por qué me
preguntas a mí? Interroga a los que escucharon lo que he dicho.»
Al oír esto, uno de los guardias que estaba allí le dio a Jesús una
bofetada en la cara, diciendo: «¿Así contestas al sumo sacerdote?» Jesús le
dijo: «Si he respondido mal, demuestra dónde está el mal. Pero si he
hablado correctamente, ¿por qué me golpeas?»
Al fin, Anás lo envió atado al sumo sacerdote Caifás.
Simón Pedro estaba calentándose al fuego en el patio, y le dijeron:
«Seguramente tú también eres uno de sus discípulos.» El lo negó diciendo:
«No lo soy.» Entonces uno de los servidores del sumo sacerdote, pariente
del hombre al que Pedro le había cortado la oreja, le dijo: «¿No te vi yo
con él en el huerto?» De nuevo Pedro lo negó y al instante cantó un gallo.
 Llevaron a Jesús de la casa de Caifás al tribunal del gobernador romano.
Los judíos no entraron para no quedar impuros, pues ese era un lugar
pagano, y querían participar en la comida de la Pascua. Entonces Pilato
salió fuera, donde estaban ellos, y les dijo: «¿De qué acusan a este
hombre?»
Le contestaron: «Si éste no fuera un malhechor, no lo habríamos traído ante
ti.» Pilato les dijo: «Tómenlo y júzguenlo según su ley.» Los judíos
contestaron: «Nosotros no tenemos la facultad para aplicar la pena de
muerte.»
Con esto se iba a cumplir la palabra de Jesús dando a entender qué tipo de
muerte iba a sufrir.
Pilato volvió a entrar en el palacio, llamó a Jesús y le preguntó: «¿Eres
tú el Rey de los judíos?» Jesús le contestó: «¿Viene de ti esta pregunta o
repites lo que te han dicho otros de mí?» Pilato respondió: «¿Acaso soy yo
judío? Tu pueblo y los jefes de los sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué
has hecho?»
Jesús contestó: «Mi realeza no procede de este mundo. Si fuera rey como los
de este mundo, mis guardias habrían luchado para que no cayera en manos de
los judíos. Pero mi reinado no es de acá.»
Pilato le preguntó: «Entonces, ¿tú eres rey?» Jesús respondió: «Tú lo has
dicho: yo soy Rey. Yo doy testimonio de la verdad, y para esto he nacido y
he venido al mundo. Todo el que está del lado de la verdad escucha mi voz.»
Pilato dijo: «¿Y qué es la verdad?»
Dicho esto, salió de nuevo donde estaban los judíos y les dijo: «Yo no
encuentro ningún motivo para condenar a este hombre. Pero aquí es costumbre
que en la Pascua yo les devuelva a un prisionero: ¿quieren ustedes que
ponga en libertad al Rey de los Judíos?» Ellos empezaron a gritar: «¡A ése
no! Suelta a Barrabás.» Barrabás era un bandido.
Entonces Pilato tomó a Jesús y ordenó que fuera azotado. Los soldados
hicieron una corona con espinas y se la pusieron en la cabeza, le echaron
sobre los hombros una capa de color rojo púrpura y, acercándose a él, le
decían: «¡Viva el rey de los judíos!» Y le golpeaban en la cara.
Pilato volvió a salir y les dijo: «Miren, se lo traigo de nuevo fuera;
sepan que no encuentro ningún delito en él.» Entonces salió Jesús fuera
llevando la corona de espinos y el manto rojo. Pilato les dijo: «Aquí está
el hombre.»
Al verlo, los jefes de los sacerdotes y los guardias del Templo comenzaron
a gritar: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» Pilato contestó: «Tómenlo ustedes y
crucifíquenlo, pues yo no encuentro motivo para condenarlo.» Los judíos
contestaron: «Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir, pues se
ha proclamado Hijo de Dios.»
Cuando Pilato escuchó esto, tuvo más miedo. Volvió a entrar en el palacio y
preguntó a Jesús: «¿De dónde eres tú?» Pero Jesús no le contestó palabra.
Entonces Pilato le dijo: «¿No me quieres hablar a mí? ¿No sabes que tengo
poder tanto para dejarte libre como para crucificarte?» Jesús respondió:
«No tendrías ningún poder sobre mí si no lo hubieras recibido de lo alto.
Por esta razón, el que me ha entregado a ti tiene mayor pecado que tú.»
Pilato todavía buscaba la manera de dejarlo en libertad. Pero los judíos
gritaban: «Si lo dejas en libertad, no eres amigo del César; el que se
proclama rey se rebela contra el César.» Al oír Pilato estas palabras, hizo
salir a Jesús al lugar llamado el Enlosado, en hebreo Gábbata, y lo hizo
sentar en la sede del tribunal.
Era el día de la Preparación de la Pascua, hacia el mediodía. Pilato dijo a
los judíos: «Aquí tienen a su rey.» Ellos gritaron: «¡Fuera! ¡Fuera!
¡Crucifícalo!» Pilato replicó: «¿He de crucificar a su Rey?» Los jefes de
los sacerdotes contestaron: «No tenemos más rey que el César.» Entonces
Pilato les entregó a Jesús y para que fuera puesto en cruz.
 Así fue como se llevaron a Jesús. Cargando con su propia cruz, salió de la
ciudad hacia el lugar llamado Calvario (o de la Calavera), que en hebreo se
dice Gólgota. Allí lo crucificaron y con él a otros dos, uno a cada lado y
en el medio a Jesús.
Pilato mandó escribir un letrero y ponerlo sobre la cruz. Estaba escrito:
«Jesús el Nazareno, Rey de los judíos.» Muchos judíos leyeron este letrero,
pues el lugar donde Jesús fue crucificado estaba muy cerca de la ciudad.
Además, estaba escrito en hebreo, latín y griego. Los jefes de los
sacerdotes dijeron a Pilato: «No escribas: "Rey de los Judíos", sino: "Este
ha dicho: Yo soy el rey de los judíos".» Pilato contestó: «Lo que he
escrito, escrito está.»
Después de clavar a Jesús en la cruz, los soldados tomaron sus vestidos y
los dividieron en cuatro partes, una para cada uno de ellos. En cuanto a la
túnica, tejida de una sola pieza de arriba abajo sin costura alguna, se
dijeron: «No la rompamos, echémosla más bien a suertes, a ver a quién le
toca.» Así se cumplió la Escritura que dice: Se repartieron mi ropa y
echaron a suertes mi túnica. Esto es lo que hicieron los soldados.
 Cerca de la cruz de Jesús estaba su madre, con María, la hermana de su
madre, esposa de Cleofás, y María de Magdala. Jesús, al ver a la Madre y
junto a ella al discípulo que más quería, dijo a la Madre: «Mujer, ahí
tienes a tu hijo.» Después dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.» Y
desde aquel momento el discípulo se la llevó a su casa.
Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba cumplido, dijo: «Tengo
sed», y con esto también se cumplió la Escritura. Había allí un jarro lleno
de vino agrio. Pusieron en una caña una esponja empapada en aquella bebida
y la acercaron a sus labios. Jesús probó el vino y dijo: «Todo está
cumplido.» Después inclinó la cabeza y entregó el espíritu.
 Como era el día de la Preparación de la Pascua, los judíos no querían que
los cuerpos quedaran en la cruz durante el sábado, pues aquel sábado era un
día muy solemne. Pidieron a Pilato que hiciera quebrar las piernas a los
crucificados y retiraran los cuerpos. Fueron, pues, los soldados y
quebraron las piernas de los dos que habían sido crucificados con Jesús.
Pero al llegar a Jesús vieron que ya estaba muerto, y no le quebraron las
piernas, sino que uno de los soldados le abrió el costado con la lanza, y
al instante salió sangre y agua.
El que lo vio da testimonio. Su testimonio es verdadero, y Aquél sabe que
dice la verdad. Y da este testimonio para que también ustedes crean. Esto
sucedió para que se cumpliera la Escritura que dice: No le quebrarán ni un
solo hueso. Y en otro texto dice: Contemplarán al que traspasaron.
Después de esto, José de Arimatea se presentó a Pilato. Era discípulo de
Jesús, pero no lo decía por miedo a los judíos. Pidió a Pilato la
autorización para retirar el cuerpo de Jesús y Pilato se la concedió. Fue y
retiró el cuerpo.
También fue Nicodemo, el que había ido de noche a ver a Jesús, llevando
unas cien libras de mirra perfumada y áloe. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo
envolvieron en lienzos con los aromas, según la costumbre de enterrar de
los judíos.
En el lugar donde había sido crucificado Jesús había un huerto, y en el
huerto un sepulcro nuevo donde nadie todavía había sido enterrado. Como el
sepulcro estaba muy cerca y debían respetar el Día de la Preparación de los
judíos, enterraron allí a Jesús.



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Atentamente


Omar A. Parra P.
La Red Cybercommunity
Admin Team

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