viernes, septiembre 08, 2006

El amor a Cristo

Autor: San Alfonso María de Ligorio
Quien ama a Jesucristo, desprende el corazón
Muchas almas volarían muy alto en la santidad si se desprendiesen completamente de las criaturas
 
Quien ama a Jesucristo, desprende el corazón
Quien ama a Jesucristo, desprende el corazón

La caridad no busca lo suyo

Quien quiere amar a Jesucristo con todo su corazón, debe vaciarlo de cuanto no siendo Dios, nazca del amor propio. Esto significa «no buscar lo suyo», olvidarse de sí para no buscar más que a Dios. Es lo que pide el Señor de cada uno de nosotros cuando nos dice: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón.

Para amar a Dios de todo corazón se necesitan dos cosas: la primera, vaciarlo de todo lo terreno, y la segunda, llenarlo de su santo amor. De donde resulta que aquél no entrega a Dios su corazón si lo tiene preso a las criaturas. San Felipe Neri decía que la parte del amor que damos a las criaturas se la arrebatamos a Dios. Pues bien, ¿cómo se purifica el corazón de las cosas de la tierra? Con la mortificación y con el desprendimiento de las cosas terrenas. Laméntanse ciertas almas de buscar y no encontrar a Dios; escuchen lo que les dice Santa Teresa: «Despegue el corazón de todas las cosas y busque y hallará a Dios».

El engaño está en que quieren hacerse santos, pero a su modo; quieren amar a Jesucristo, pero siguiendo su natural inclinación, sin renunciar a sus diversiones, a la vanidad en el vestir, a los alimentos regalados; aman a Dios, pero, si no logran tal empleo, viven en perpetua turbación; si se les hiere en su reputación, se encienden, y si no sanan de la enfermedad, pierden la paciencia. Aman a Dios, pero no dejan el afecto a las riquezas, a los honores mundanos ya la futilidad de ser tenidos por nobles, por sabios o por mejores que los demás. Estos tales frecuentan la oración y la comunión, mas, por cuanto llevan el corazón repleto de cosas terrenas, poco es el fruto que reportan. A éstos no les habla el Señor, porque da por perdidas sus palabras, como dijo precisamente a Santa Teresa: «yo hablaría a muchas almas, pero el mundo hace tanto ruido en sus orejas, que no pueden oír mi voz». ¡Oh si se separasen un poco del mundo! Quien tenga el corazón pletórico de afectos terrenos será incapaz de oír la voz de Dios cuando le hable. Infeliz quien esté asido a los bienes sensibles de esta vida, pues no será difícil que, cegado por ellos, deje de amar a Jesucristo y, por no perder los bienes pasajeros de esta vida, pierda por toda una eternidad a Dios, que es bien infinito! Decía Santa Teresa: «Bien viene aquí que es perdido quien tras perdido anda».

Cuenta San Agustín que Tiberio César quería que Jesucristo fuese contado entre los dioses del Imperio, pero el Senado se negó a admitirlo, alegando que era un Dios soberbio, que quería dominar solo y ser adorado sin otra compañía. Cierto: Dios quiere estar solo y ser adorado y amado por nosotros, no ya por soberbia, sino porque se lo merece y por el amor que nos profesa. Como El nos ama con infinito amor, quiere todo nuestro amor, y por ello está celoso cuando ve que otros participan de corazones que él quiere por entero para sí. «Celoso es Jesús», decía San Jerónimo, por lo que no quiere que amemos otra cosa fuera de El. y si ve que alguna criatura tiene parte en un corazón, en cierto sentido le tiene envidia, como escribe el apóstol Santiago, porque no sufre tener rivales en el amor, sino que El solo quiere ser amado: O ¿pensáis que vanamente dice la Escritura: «Hasta con celos se aficiona el espíritu que en nosotros puso su morada?» El Señor alaba a la esposa en el Cantar de los Cantares, llamándola: Huerto cerrado eres, hermana mía, esposa. La llama huerto cerrado, porque el alma, esposa fiel, tiene cerrado el corazón a todo amor terreno, para conservar solamente el de Jesús.

¿Es que no merece Jesús todo nuestro amor? ¡Ah, sí!; sobradamente lo merece, por su bondad y por el afecto que nos profesa. Bien comprendieron esto los santos, y por eso dijo de sí San Francisco de Sales: «Si conociese en mi alma una sola fibra que no fuese de Dios, la arrancaría al instante».

Deseaba David tener alas sueltas como de paloma, es decir, estar despegado de todo afecto terreno, para volar y descansar en Dios: y digo: « Si tuvieras alas cual de paloma, volara y descansaran». Muchas almas quisieran verse libres de los lazos que las tienen cautivas a la tierra, para volar hacia Dios, y de hecho volarían muy alto en la santidad si se desprendiesen completamente de las criaturas; mas por cuanto conservan cualquier aficioncilla desordenada que no se esfuerzan por romper, andan siempre gimiendo y lamentándose, sin elevarse un palmo de tierra. «Cualquiera de estas imperfecciones -dice San Juan de la Cruz- en que tenga el alma asimiento y hábito es tanto el daño para poder crecer e ir adelante en la virtud, que si cayese cada día en otras muchas imperfecciones y pecados veniales sueltos, que no proceden de ordinaria costumbre de alguna mala propiedad ordinaria, no le impedirán tanto cuanto al tener el alma asimiento a alguna cosa. Porque, en tanto que le tuviera excusado es que pueda ir el alma delante en perfección, aunque la imperfección sea muy mínima. Porque eso me da que un ave esté asida a un hilo delgado que a un grueso; porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al grueso, en tanto que no le quebrare para volar. Verdad es que el delgado es más fácil de quebrar; pero, por fácil que sea, si no le quiebra, no volará. Y así es el alma que tiene asimiento en alguna cosa, que, por más virtud tenga, no llegará a la libertad de la divina unión. Porque el apetito y asimiento del alma tienen la propiedad que dicen tiene la rémora con la nao, que, con ser un pez muy pequeño, si acierta a pegarse a la nao, la tiene tan queda que no la deja llegar al puerto ni navegar. Y así es lástima ver algunas almas como unas ricas naves cargadas de riquezas, y obras, y ejercicios espirituales, y virtudes, y mercedes que Dios las hace, y por no tener ánimo para acabar con algún gustillo, o asimiento, o afición que todo es uno-, nunca van adelante ni llegan al puerto de la perfección, que no estaba más que dar un buen vuelo y acabar de quebrar aquel hilillo de asimiento o quitar aquella pegada rémora de apetito»

Quien quiera que Dios sea todo suyo, ha de darse del todo a Dios. Mi amado es mío y suya yo, decía la esposa de los Cantares. Mi amado se entregó por completo a mí y yo me entregué a él. Jesucristo, por el amor que nos profesa, quiere todo nuestro amor, y, de no tenerlo todo, no se da por satisfecho.

De ahí que Santa Teresa escribiese a una priora de sus monasterios: «Va muy afuera del espíritu de Descalzas ningún género de asimiento, aunque sea con superiora, ni medrarán en espíritu jamás. Libres quiere Dios a sus esposas, asidas a sólo El... Por El pido a vuestra reverencia que mire que cría almas para esposas del Crucificado; que las crucifique en que no tengan voluntad ni anden con niñerías. Mira que es principiar en nuevo reino, y que vuestra reverencia y las demás están más obligadas a ir como varones esforzados y no como mujercillas». Santa María Magdalena de Pazzi quitó a una novicia suya cierto libro espiritual sólo porque la veía muy pegada a él. Muchas almas tienen oración mental, visitan al Santísimo Sacramento y frecuentan la comunión; mas por cuanto tienen ocupado el corazón de algún afecto terreno, poco o nada adelantan en la perfección; y, siguiendo con tal vida, no sólo serán siempre miserables, sino que están en continuo riesgo de perderlo todo.

Es necesario, pues, pedir a Dios, con David, que purifique nuestro corazón de todo afecto terreno: «Crea, Dios, para mí un corazón puro» (Sal 51,12); de otro modo, jamás seremos suyos por completo. Bien nos lo dio a entender Jesucristo, diciéndonos que quien no renuncia a todo lo de este mundo no puede ser verdadero discípulo suyo. De aquí que los antiguos Padres del yermo, cuando iba algún joven a sumarse a su compañía, le preguntaran de este modo: «¿Traes el corazón vacío, para que lo pueda llenar el Espíritu Santo?» Lo mismo dijo Dios a Santa Gertrudis, que le rogaba le diese a entender qué era lo que de ella pedía: «No te pido más que un corazón vacío de criaturas». Es necesario, pues, decir a Dios con ánimo varonil y resuelto: Señor, os prefiero a todo, a la salud, a las riquezas, a las dignidades, a los honores, a las alabanzas, a la ciencia, a los consuelos, a las esperanzas, a los deseos y aun a las gracias y beneficios que de vos pudiera recibir. En suma, os prefiero a todo bien creado que no sea vos, Dios mío. Todos los dones con que me obsequiareis, de nada me bastan, si no sois vos mismo. A vos solo quiero y nada más.

Un corazón vacío de aficiones terrenas pronto lo colmará Dios y lo llenará de amor divino, o como decía Santa Teresa de Jesús: «Comenzóme a crecer la afición de estar más tiempo con El ya quitarme de los ojos las ocasiones porque, quitadas, luego me volvía a amar Su Majestad». Sí, porque el alma no puede vivir sin amar: o amará al Creador o a las criaturas; si no ama a éstas, amará ciertamente a aquél. Es preciso, pues, dejarlo todo para conquistarlo todo; «todo por todo», decía Kempis. Santa Teresa, mientras vivió aficionada, aunque con afición casta, a cierto pariente suyo, no fue toda de Dios; mas, desde el punto mismo en que con generoso corazón rompió con aquel apego, mereció oír de Cristo: «Ya eres mía y yo soy tuyo». Harto poco es un corazón para amar a un Dios tan amante y tan amable, que merece infinito amor, y ¿querremos dividir este amor entre el Creador y las criaturas? El venerable Padre Luis de la Puente se avergonzaba de decir a Dios: Os amo, Señor, más que a todas las riquezas, honores, amigos, parientes; porque se le hacía que equivalía a decir: Señor, os amo más que al fango y podredumbre, más que a los gusanillos de la tierra.

Dice el profeta Jeremías que el Señor es todo bondad para quien le busca. Y se ha de entender del alma que busca tan sólo a Dios. ¡Feliz pérdida! ¡Feliz hallazgo! ¡Perder los bienes mudanales, que no contentan el corazón y huyen presto, a trueque de conquistar el sumo y eterno bien, que es Dios! Cuéntase de cierto devoto solitario que, al pasear cierto día por el desierto, acertó a encontrarse con un príncipe que se daba a la caza por el bosque; al verle el príncipe merodear por el desierto, preguntó le quién era y lo que hacía, a lo que el solitario respondió: «y vos, señor, ¿qué buscáis en este desierto?» Díjole el príncipe: «Voy a caza de animales». »Pues yo -retrucó el solitario- voy a caza de Dios». Y, sin más, continúo su caminar y desapareció entre la arboleda.

Este debe ser en la vida presenta nuestro único pensamiento, andar a caza de Dios, para amarlo, y de su voluntad, para cumplirla, despidiendo del corazón todo afecto terreno. y cuando se nos ofrezca cualquier bien perecedero solicitando nuestro amor, hallémonos siempre dispuestos a responderle: «De todas las grandezas del mundo y de todas las vanidades del siglo tengo hecha total renuncia por amor de mi Señor Jesucristo». y ¿qué son todas las vanidades y grandezas mundanas, más que humo, lodo y vanidad, que con la muerte se desvanecen? ¡Dichoso quien pueda decir: «Amado Jesucristo, por vuestro amor lo he dejado todo; vos sois mi único amor y quien sólo me bastáis»!

Cuando el amor divino se enseñorea de un alma, por sí misma y como obligada, si bien con la ayuda de la divina gracia, se esfuerza por despojarse de todo lo terreno que pueda impedirle ser toda de Dios. «Cuando arde la casa -decía San Francisco de Sales-, se echan todos los muebles por las ventanas»; como si dijera que cuando una persona se da por completo a Dios, sin exhortaciones que valgan de confesores ni de predicadores, por sí misma procura despojarse de todo afecto terreno.

El P. Séñeri, el joven, decía que el amor divino es bien así como un ladrón que con facilidad nos despoja de todo, para dejamos en posesión de sólo Dios. Habiendo un hombre opulento renunciado a toda su hacienda y héchose pobre por amor de Jesucristo, le preguntó un amigo cómo es que se había abrazado con tanta pobreza, y él, sacando el libro de los Evangelios, le repuso: «Esto es lo que me ha despojado de todo». Dice el Espíritu Santo: «Si alguien diese toda la fortuna de su casa a cambio del amor, se le despreciaría.» En efecto, cuando el alma ha puesto su amor por entero en Dios, todo lo desprecia, riquezas, placeres, dignidades, señoríos, imperios; no quiere más que a Dios y se complace en repetir a cada instante: Dios mío, sólo vos y nada más. Escribe San Francisco de Sales: «El puro amor de Dios consume todo lo que no es Dios, para convertirlo todo en sí mismo; porque entonces todo cuanto se hace por amor de Dios es amor».

Decía la esposa de los Cantares: Me condujo a la casa del vino, enarbolando sobre mí el pendón del amor. Esta casa del vino es, según sentir de Santa Teresa, el amor divino, que, al apoderarse del corazón, lo embriaga de tal modo, que le hace olvidar todo lo creado. el embriagado está como muerto y sin sentido, no ve, no oye, no habla; así le acontece al alma embriagada en el amor de Dios: ha como perdido el gusto de las cosas terrenas y no quiere pensar más que en Dios, ni hablar más que de Dios, ni oír más que conversaciones de amor y complacencia de Dios. Manda el Señor en el Cantar de los Cantares que no despierten a la amada del sueño: No despertéis ni turbéis a la amada. De este feliz sueño disfrutan las almas esposas de Jesucristo, dice San Basilio, y que no es otro que el olvido cabal y perfecto de todo lo creado, para tender sólo a Dios y poder decir con San Francisco: «¡Dios mío y mi todo!» ¿Para qué, Dios mío, riquezas, para qué dignidades y bienes de este mundo? Vos sois todo mi bien, mi herencia y mi tesoro. Comentaba San Francisco de Asís: «¡Dios mío y mi todo! ¡Suave palabra ésta! Basta con ella a quien la entiende, y quien ama tiene por regalado repetir: ¡Dios mío y mi todo!»

Para llegar, pues, a la perfecta unión con Dios, es necesario un total desprendimiento de las criaturas, y, para descender a cosas particulares, lo primero que debemos hacer es despojarnos del afecto desordenado a los parientes.



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Atentamente


Omar A. Parra P.
La Red Cybercommunity
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