viernes, junio 18, 2010

Asi es el amor de El Padre




Madeline, de cinco años de edad, saltó a las rodillas de su padre.
—¿Comiste lo suficiente? —le preguntó él.
Ella sonrió y se golpeó suavemente la barriga.
—No puedo comer más.
—¿Te dieron pastel de la abuelita?
—¡Un gran pedazo!
Joe miró a su madre que estaba al otro lado de la mesa.
—Parece que estamos todos satisfechos. No podremos hacer nada
más esta noche que no sea irnos a la cama.
Madeline puso sus pequeñas manitas a los lados de la cara de su
padre.
—Pero papi, hoy es Nochebuena. Dijiste que podríamos bailar.
Joe fingió no acordarse.
—¿Dije eso? Porque no recuerdo haber dicho nada sobre bailar.
La abuelita sonrió y pasó su mano por la cabeza de la niña mientras
empezaba a recoger las cosas de la mesa.
—Pero papi —rogó Madeline—, nosotros siempre bailamos en
Nochebuena. Solo tú y yo, ¿recuerdas?
Una sonrisa se dibujó bajo el grueso bigote del padre.
—Por supuesto que lo recuerdo, querida. ¿Cómo podría olvidarlo?
Y diciendo eso, se puso en pie, tomo su manita en la suya y, por un
momento, solo por un momento, su esposa estaba viva de nuevo y los
dos entraban en el cuartito para pasar juntos otra Nochebuena como
otras tantas que habían pasado, bailando hasta la madrugada.
Habrían podido bailar el resto de sus vidas, pero vino el sorpresivo
embarazo y las complicaciones. Madeline sobrevivió pero su madre no. Y
Joe, el rudo carnicero de Minnesota, se quedó solo para criar a Madeline.
—Ven papi —le dijo, tirándole de la mano—. Bailemos antes de que
lleguen.
Ella tenía razón. Pronto sonaría el timbre de la puerta y los familiares
llenarían la casa y la noche sería ya algo del pasado.
Pero por ahora, solo estaban papi y Madeline.

La rebeldía atacó el mundo de Joe como una ventisca a Minnesota.
Cuando ya tenía edad suficiente como para conducir un automóvil,
Madeline decidió que era suficiente mayor como para dirigir su propia
vida. Y esa vida no incluía a su padre.
«Debí habérmelo imaginado», diría Joe más tarde, «pero por mi vida
que no lo hice». No había sabido qué hacer. No sabía cómo vérselas con
narices con aretes ni con blusas apretadas. No entendía de
trasnochadas ni de malas notas. Y, lo que es peor, no sabía cuándo
hablar y cuándo guardar silencio.
Ella, por otro lado, lo sabía todo. Cuándo hablar a su padre: Nunca.
Cuándo quedarse callada: Siempre. Sin embargo, las cosas eran al revés
con su amigo de la calle, aquel muchacho flacucho y tatuado. No era un
muchacho bueno, y Joe lo sabía.
No iba a permitir que su hija pasara la Nochebuena con ese
muchacho.
«Pasarás la noche con nosotros, señorita. Comerá el pastel de la
abuelita en la cena en su casa. Celebraremos juntos la Nochebuena».
Aunque estaban sentados a la misma mesa, perecían que estaban en
puntos distintos de la ciudad. Madeline jugaba con la comida sin decir
palabra. La abuela trataba de hablar a Joe, pero este no estaba de
humor para charlar. Una parte de él estaba furiosa; la otra parte estaba
desconsolada. Y el resto de él habría dado cualquier cosa para saber
cómo hablar a esta niña que una vez se había sentado en sus rodillas.
Llegaron los familiares trayendo con ellos un bienvenido final al
desagradable silencio. Con la sala llena de ruidos y gente, Joe se
mantuvo en un extremo y Madeline en el otro.
«Pon música, Joe», le recordó uno de sus hermanos. Así lo hizo.
Pensando que sería una buena idea, se dirigió hacia donde estaba su
hija: «¿Bailarías con tu papi esta noche?»
Por la forma en que ella resopló y se volvió, podría haberse pensado
que le había dicho algo insultante. Ante la vista de toda la familia, se
dirigió hacia a la puerta de la calle, la abrió, y se fue, dejando a su padre
solo.
Muy solo.
Madeline volvió esa noche pero no por mucho tiempo. Joe nunca le
falló como para que ella se fuera. Después de todo, ¿qué significa ser
hija de un carnicero? En sus últimos días juntos él hizo todo lo que pudo.
Le cocinó su comida favorita. Ella no tenía apetito. La invitó al cine. Ella
se encerró en su cuarto. Le compró un vestido nuevo. Ella nunca le dio
las gracias. Hasta que llegó aquel día primaveral en que él salió
temprano de su trabajo para estar en casa cuando ella llegara de la
escuela.
Desde ese día, ella nunca más volvió a casa.
Un amigo la vio junto con su novio en las cercanías de la estación de
autobuses. Las autoridades confirmaron la compra de dos pasajes para
Chicago; adónde fueron desde de allí, nadie lo sabe.
El muchacho enjuto de los tatuajes tenía un primo. Este trabajaba en
el turno de noche en una tienda al sur de Houston. Por unos pocos
dólares al mes permitía a los fugitivos permanecer en su apartamento
por las noches, pero durante el día tenían que salir de allí.
No había problemas. Ellos tenían grandes planes. Él sería un
mecánico y Madeline buscaría trabajo en una tienda por departamentos.
Por supuesto, él no sabía nada de automóviles, y ella mucho menos
sobre cómo conseguir un trabajo, pero uno no piensa en esas cosas
cuando está intoxicado de libertad.
Después de un par de semanas, el primo cambió de opinión. Y el día
que les dio a conocer su decisión, el joven enjuto con tatuajes dio a
conocer la suya. De este modo, Madeline se encontró frente a la noche
sin un lugar donde dormir ni una mano que la sostuviera.
Fue la primera de una serie de muchas noches así.
Una mujer en el parque le habló de un lugar para desamparados
cerca del puente. Por unos cuantos dólares ella podría obtener un plato
de sopa y un catre. Unos cuantos dólares era todo lo que tenía. Usó su
mochila como almohada y su chaqueta como frazada. El cuarto era tan
bullicioso que no se podía dormir. Madeline volteó la cabeza hacia la
pared y por primera vez en muchos días, pensó en el barbudo rostro de
su padre y como él le daba un beso cada noche. Pero cuando las
lágrimas quisieron brotar de sus ojos, se resistió a llorar. Metió el
recuerdo bien hondo en su memoria y decidió no volver a pensar en su
casa.
Había llegado tan lejos que ya era imposible volver.
A la mañana siguiente, la joven que ocupaba el catre al lado del suyo
le mostró un puñado de propinas que había ganado bailando sobre las
mesas. «Esta es la última noche que dormiré aquí», le dijo. «Ahora
puedo pagar mi propio lugar. Me dijeron que están necesitando más
bailarinas. Deberías venir conmigo». Buscó en el bolsillo de su chaqueta
y sacó una caja de fósforos. «Aquí está la dirección», le dijo,
entregándole un papelito.
Con solo pensarlo, el estómago de Madeline empezó a darle vueltas.
Todo lo que pudo hacer fue mascullar: «Lo pensaré».
El resto de la semana lo pasó en las calles buscando trabajo. Al final
de la semana, cuando tenía que pagar la cuenta en el refugio, buscó en
sus bolsillos y sacó el papelito. Era todo lo que le quedaba.
«No voy a pasar esta noche aquí», se dijo, y se dirigió a la puerta.
El hambre tiene su manera de suavizar las convicciones.
Si algo sabía Madeline, era bailar. Su padre le había enseñado. Ahora,
hombres de la edad de su padre la observaban. Ella no se daba cuenta
de ese detalle, sencillamente no pensaba en eso. Simplemente hacía su
trabajo y se ganaba sus dólares.
Quizás nunca habría pensado en eso, excepto por las cartas que el
primo le llevaba. No una, ni dos, sino una caja llena. Todas dirigidas a
ella. Todas de su padre.
«Tu antiguo novio debe haberte delatado. Llegan de estas dos o tres
por semana», se quejaba el primo. «Dale tu nueva dirección». Ah, pero
ella no podía hacer eso. La encontraría.
No se atrevía a abrir las cartas. Sabía lo que decían: que volviera a
casa. Pero si supiera lo que estaba haciendo no le escribiría.
Le pareció menos doloroso no leerlas. De manera que no lo hizo. No
esa semana ni la siguiente cuando el primo le trajo más, ni la siguiente
cuando llegó de nuevo. Las guardó en el guardarropa del club donde
bailaba, organizadas de acuerdo a la fecha del matasellos. Pasaba sus
dedos por sobre cada una pero no se atrevía a abrirlas.
La mayor parte del tiempo Madeline podía controlar sus emociones.
Los pensamientos del hogar y los pensamientos de su vergüenza se
fundían en el mismo sitio de su corazón. Pero había ocasiones en que los
pensamientos eran demasiado fuertes para resistirlos.
Como aquella vez cuando vio un vestido en la vitrina de una tienda.
Un vestido del mismo color que el que le había comprado su padre. Un
vestido que había sido demasiado sencillo para ella. De mala gana se lo
había puesto y se había parado frente al espejo. «Caramba, estás tan
alta como yo», le había dicho su padre. Ella se había puesto rígida
cuando él la tocó.
Al ver su cansado rostro reflejado en la vitrina de la tienda, Madeline
comprendió que hubiera dado mil trajes solamente para sentir sus
brazos otra vez. Salió de la tienda y decidió no pasar nunca más por allí.
Llegó la época en que las hojas se caen y el aire se pone frío.
El correo siguió llegando y el primo quejándose a medida que crecía
la cantidad de cartas. Ella seguía decidida a no mandarle su dirección.
Incluso seguía sin leer las cartas.
Entonces, pocos días antes de la Nochebuena, llegó otra carta. El
mismo sobre. El mismo color. Pero esta no tenía el matasellos. Ni le fue
entregada por el primo. Estaba sobre la mesa del cuarto de vestirse.
«Hace un par de días un hombre muy fornido vino y me pidió que te
diera esto», explicó una de las otras bailarinas. «Dijo que entenderías el
mensaje».
«¿Estuvo aquí?», preguntó ansiosa.
La mujer se encogió de hombros: «Supongo que tuvo que ser él».
Madeline tragó y miró el sobre. Lo abrió y extrajo una tarjeta. «Sé
dónde estás», leyó. «Sé lo que haces. Esto no cambia lo que siento.
Todo lo que he dicho en cada una de las demás cartas sigue siendo
verdad».
«Pero yo que no sé lo que me has dicho», dijo Madeline. Extrajo una
carta de la parte superior del montón y la leyó. Luego hizo lo mismo con
una segunda, y una tercera. Cada carta tenía la misma frase. Cada frase
hacía la misma pregunta.
En unos cuantos minutos el piso estaba lleno de papel y su rostro
bañado en lágrimas.
Antes de una hora se encontraba a bordo de un autobús. «Ojalá que
llegue a tiempo».
Lo logró apenas.
Los familiares estaban empezando a retirarse. Joe estaba ayudando a
la abuela en la cocina cuando su hermano lo llamó: «Joe, alguien está
aquí y quiere verte».
Joe salió de la cocina y se detuvo. En una mano, la muchacha
sostenía una mochila. Y en la otra, sostenía una tarjeta. Joe vio la
pregunta en sus ojos.
«La respuesta es "sí"», le dijo a su padre. «¡Si la invitación todavía se
mantiene, la respuesta es "¡sí!"».
Joe tragó emocionado. «¡Ah, claro que sí! ¡La invitación todavía se
mantiene!»

¡Y así, los dos volvieron a bailar esa Nochebuena!
Sobre el piso, cerca de la puerta, permanecía tirada una carta abierta
dirigida a Madeline y el ruego de su padre:
«¿Quisieras venir a casa y bailar con tu papi otra vez?»
Tomado de "Lo hizo por ti" de Max Lucado

miércoles, junio 09, 2010

Estas disponible para tu familia?


Junio 09, 2010
Reflexiones Cristianas
Las familias crecen fuertes solo cuando los padres invierten tiempo valioso en sus hijos. En la revista Nuevo Hombre (New Man), Gary Oliver escribe sobre una difícil decisión tomada por el pelotero profesional Tim Burke:

Mientras trabajaba como lanzador de gran éxito con el equipo de los Expos de Montreal, Tim y su esposa quisieron comenzar una familia, pero descubrieron que no podrían tener hijos propios. Después de mucha oración, decidieron adoptar cuatro niños con necesidades especiales. Esto llevó a Tim a tomar una de las decisiones más difíciles de su vida.

Este triunfador jugador de béisbol descubrió que los viajes con el equipo creaban conflicto entre su habilidad de ser un esposo y padre de calidad. Al pasar el tiempo, se hizo cada vez más obvio que no podía desempeñar ambos trabajos al máximo. Luego de haber orado y meditado mucho al respecto, Tim tomó lo que muchos consideraron una increíble decisión: decidió renunciar al béisbol profesional.

Cuando Tim se despidió del estadio por última vez, los periodistas deseaban saber por qué se estaba retirando del deporte.

-El béisbol podrá continuar sin mi presencia -dijo él-. Todo marchará como si no me hubiese ido, pero soy el único padre que tienen mis hijos y el único esposo que tiene mi esposa. Y ellos me necesitan mucho más que béisbol.

Es de vital importancia estar disponible para nuestros hijos, a fin de ayudarlos a tomar esas pequeñas decisiones que trae la vida cada día. Y cuando crezcan, podrás tener confianza en cómo enfrentarán las decisiones de mayor importancia.

Una familia es el lugar donde los principios se martillan y se afilan sobre el yunque de la vida cotidiana.

Salmo 78:72
Y (David) él los pastoree según la integridad de su corazón, y los guió con la destreza de sus manos.

Tomado de www.renuevodeplenitud.com